Laura Brinkmann | “La luz también se pudre” galeria JM
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“La luz también se pudre” galeria JM

 

LAURA BRINKMANN. NATURALEZA COTIDIANA, NATURALEZA MUERTA Y FOTOGRAFÍA

Oxford, 9 de agosto 2014

NATURALEZA Y FOTOGRAFÍA

Resulta curioso comenzar a escribir sobre bodegones desde el jardín botánico más vetusto de Gran Bretaña, donde la naturaleza se te presenta a bocajarro. En este paisaje de novela romántica, tremendamente ordenado pese a ser un jardín inglés, hay un espacio dedicado a las plantas salvajes. Las formas antojadizas que dibujan los arbustos hacen de este tramo el menos visitado por los turistas, más entretenidos en captar, cámara en mano, escenarios bucólicos de parterres recortados “al milímetro” y estatuas de corte clásico. Fijándome en aquello, reparé en un personaje que paseó por este parque y el colindante de Christ Church transformando sus recuerdos en calotipos: Sir William Fox Talbot. Este pionero de la fotografía observó con persistencia la naturaleza, no siendo una casualidad que su libro ilustrado se titulase así, The Pencil of Nature, aunque en la práctica se tratara de un compendio de caprichos que iban desde la misteriosa puerta con la escoba inclinada, hasta los bordados de un retal de tela casera.

NATURALEZA COTIDIANA

La observación de una naturaleza cercana ha conformado el motivo de los últimos trabajos de Laura Brinkmann. Su mirada hacia este devenir naturalista ha estado condicionada por las especiales circunstancias que han rodeado el proceso de creación, un momento de obligada espera en la que los tiempos no son los mismos, ni vuelven a serlos. La pintura no acostumbra a representar a la Virgen embarazada pero, si lo hiciera, con toda probabilidad lo haría en un jardín; así ocurre con las maternidades, donde la escena suele albergar a la madre con su retoño en brazos, en un paisaje natural acotado por cercos o murallas que parecen protegerlos de cualquier peligro.

El jardín de la artista es, en este caso, el lugar de espera, el espacio de trabajo, el punto de partida de sus obras y la cantera para materiales de los que se sirve, bien para integrarlos directamente en alguna pieza –dípticos de pequeño formato compuestos de una fotografía y semillas, tierra, yedra u hojas de higuera- o para crear soportes, como en al caso del bambú sin tratar, que transforma en una pantalla donde se proyecta naturaleza sobre naturaleza. Esta misma mirada hacia lo cotidiano propicia la creación de obras con un marcado protagonismo de la huella, como “Estratos de sombras”, “Sedimentos I y II” o “Claves de luces y sombras”; en ellas destaca el efecto pictórico de la fotografía, tangible, plástico, que consigue por medio de la luz -que hace emerger las texturas- y de los encuadres, que generan imágenes que rozan la abstracción.

NATURALEZA MUERTA

La alianza entre fotografía y pintura existe en la obra de Laura Brinkmann desde el momento en el que sus bodegones son, en esencia, barrocos. El silencio de las naturalezas muertas de tradición española, la oscuridad de los fondos neutros rotos por una luz dirigida -como de foco de teatro- y la presencia determinante de la muerte encarnada en el cadáver de un pájaro o en un puñado de hojas secas, está presente. El engaño y la artificiosidad, también. En sus “Estudios de la naturaleza”, Brinkmann ofrece la imagen de la fuente y, tras ella, variaciones manipuladas y descontextualizadas, convertidas en estampas de tal perfección formal, que hacen sospechar de su verosimilitud. El revelado mediante la inyección de tinta completa este resultado inquietantemente perfecto. Son, pues, imágenes cuidadas, pulcras, preciosistas… la presentación de la muerte bella, de la belleza del cadáver, de la exhibición de la muerte cómo sólo puede mostrarse mediante lenguajes artísticos, bajo el amparo del arte.

Hace 175 años y 10 días que Louis Daguerre afirmó en una sesión de la Academia de las Ciencias de Francia que, con su novedoso proceso fotográfico, daba a la naturaleza el poder de reproducirse. Talbot imaginó lo bello que sería poder fijar esas imágenes y volverlas duraderas. A partir de ahí, la naturaleza ha seguido hipnotizando y haciendo creer al fotógrafo que es sólo suya, el espectador sabe que no, que es su observación la que sigue generando arte.

María Jesús Martínez Silvente

 

 

TIEMPO Y LUZ

La fotografía de Laura Brinkmann, muy pictoricista y sugerente en esta ocasión, actúa como estudio del factor tiempo y es una indagación en la capacidad de los efectos lumínicos como vía para la mutabilidad de la apariencia.

Más allá de los resultados, sorprende la extrema coherencia de la fotografía de Laura Brinkmann (Málaga, 1977). Desde hace años, la artista insiste en una serie de asuntos a los que ha consagrado su obra. Casi todas las fotografías de esta exposición, tal como ocurrió en su anterior muestra, atienden a la Naturaleza o a los elementos naturales, lo que parece ser una suerte de “continuum” en su trabajo. Otro asunto medular es la luz, que convertía en poéticos, extraños e incluso siniestros sus primeros invernaderos iluminados en la noche. La luz conduce, aunque no necesariamente como único camino, a la mutabilidad de lo fotografiado; esto es, a la apariencia, a cómo pueden cambiar o devenir distintos los elementos representados debido a diferentes factores como la manipulación lumínica o el paso del tiempo. Ahora, Brinkmann, fotografía un mismo elemento bajo condiciones lumínicas distintas, lo que representa una posibilidad para el cambio de apariencia.

Este aspecto de la mutabilidad de la apariencia, que hunde sus raíces en el Barroco, introduce en el trabajo de Brinkmann soluciones como la secuencia, que conduce a una fotografía de carácter documental que, en ocasiones como la que ahora nos ocupa, puede quedar subvertida. Es decir, si lo documental se establece como “indicio”, como “prueba irrefutable”, como “dato”, en la línea de la objetividad de las disculpas científicas o de las ciencias sociales, la artista emplea esa secuencia y esa especie de frialdad aséptica para jugar con la apariencia y con nuestros umbrales perceptivos. En las distintas series de “Estudio de la naturaleza”, no vemos forzosa ni exclusivamente una secuenciación que indique un proceso temporal que sufre lo fotografiado (el paso del tiempo que puede intervenir en la morfología y la naturaleza de ese elemento), sino una exploración en los cambios lumínicos como factores ambientales que nos conectan con lo cambiante, con la propia condición del arte como ilusión. Este particular es sumamente enriquecedor, pues nos muestra a una fotógrafa cercana a la condición plástica de la imagen. No ha de extrañar, por tanto, que los códigos visuales de la pintura barroca, junto a un universo plenamente barroco (temas, recursos y fórmulas), sobrevuelen en algunas de sus fotografías.

Como ejemplo de una secuencia, distinta, puramente “cientifista” y objetiva al extremo, es necesario recordar su última exposición en Procesos Cruzados, en la que construía un relato no exento de crítica insistiendo en un estudio de las tipologías, en el que jugaba con lo uno y lo múltiple.

Esto nos sitúa ante una fotógrafa que no usa el medio como si de un documentalista, un científico o un etnógrafo se tratase, sino más bien como un pintor, al menos en esta exposición. De hecho, su fotografía secuencial estaría más cerca conceptualmente de los estudios atmosféricos de un Monet en la portada de la Catedral de Rouen: 31 lienzos, fechados entre 1892 y 1894, que tomaban el mismo referente en distintas horas y épocas del año, lo que evidenciaba cuán distinta y mutable le era la apariencia de la catedral a causa de esos condicionantes. A su vez, este matiz hace que hablemos del factor tiempo como principal motivo de estudio. Las imágenes de la alberca vacía, con los estratos de color -una verdadera sinfonía cromática-, nos remiten al devenir del tiempo. Pareciera que cada milímetro de pared manchada de verdín es una fracción temporal y que cada franja remite a un periodo. Son imágenes sumamente pictoricistas y líricas, plenas y bellas gracias a la humildad de lo fotografiado y de su romántico estado ajado, haciendo ostentación de acordes de color sumamente sugerentes que podrían recordarnos a la pintura de campos de color.

La pared en la que se encuentran la serie de la rana y del pájaro muerto en la alberca actúa como una suerte de ciclo de la vida. Si el pájaro, con la crudeza del animal en proceso de descomposición flotando en el agua, no deja de ser un “memento mori”, la de la rana sobre una hoja en la misma agua actúa de forma inversa, como origen de la vida. Gaston Bachelard hablaba en “El agua y los sueños” (1942) de cómo, en nuestro imaginario acerca de la materia, el agua adquiría un sentido ambivalente: es aun mismo tiempo “sustancia de vida” y “sustancia de muerte”, especialmente el agua estancada. En esta confrontación de la vida y la muerte, ciertamente, el líquido elemento adquiere esa cualidad dialéctica que le atribuimos. Del mismo modo, ambas fotografías poseen un código visual netamente barroco. En rigor, todos estos estudios secuenciales hacen gala de cierta cercanía a “lo barroco”, no sólo por la luz contrastada que roza el tenebrismo, sino por el propio concepto en torno a la apariencia, a la fugacidad de la vida y de los “encantos”, así como a la muerte. No obstante, la de la rana, en la que el anfibio se halla en un recipiente de cristal, evoca a la pintura barroca consagrada a floreros de cristal en los que se encontraban flores marchitas o en proceso, alusión a lo efímero de la existencia y de sus fragantes dones; símbolos, como suerte de “vanitas” que son, de la fugacidad de la vida.

Juan Francisco Rueda

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